domingo, 30 de marzo de 2014

San Agustín Itinerario intelectual del hombre que amó a Dios

“Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé”
San Agustín de Hipona

a.    Breve reseña histórica

Con Agustín llega a su culminación la época patrística, nace el 13 de Noviembre de 354 en Tagaste, norte de África y muere el 28 de Agosto del 430. Su madre se llamaba Mónica y su padre Patricio, ella gran cristiana, él muere cristiano. El acceso a su vida se nos da preferentemente por su Libro Las Confesiones que constituye, entre otras cosas, una autobiografía. Comienza a los 16 años sus estudios de retórica y gramática en Cartago. Gran importancia en su formación filosófica tiene su lectura del Hortensius de Cicerón, este libro es en cierta medida una historia de la filosofía. Antes de su conversión definitiva al cristianismo Agustín profesa durante nueve años el maniqueísmo y luego el escepticismo, influye notablemente en su conversión el obispo Ambrosio quien lo orienta hacia el neoplatonismo. Puede considerarse, por tanto, al Agustín cristiano un neoplatónico cristiano.

b.    Relación entre saber y fe

Agustín no se plantea la alternativa entre fe y filosofía, teología y filosofía forman para él una unidad. En sus escritos tempranos reconoce la posibilidad de un conocimiento de Dios por medio de la pura filosofía  (cf. De Ordine II, 5, 16), sin embargo un conocimiento de este estilo se encuentra al alcance de muy pocos. Dos premisas marcan la relación entre saber y fe en su intensa búsqueda de la verdad: por un lado credo ut intelligas, decir se parte de la fe y luego se profundiza con la razón; por otro lado se encuentra el principio Intellige ut credas, la fe no es irracional y las razones de dicha credibilidad pueden fundamentarse, el conocimiento también puede conducir a la fe.  El primero de estos principios tendrá gran influencia en la Edad Media.

c.    La evolución espiritual de San Agustín

Una  constante en el camino espiritual de Agustín es su incansable búsqueda de la verdad y su continua pregunta por Dios, en su primera etapa Agustín no posee un conocimiento profundo del cristianismo, el mismo asegura que sólo ha oído hablar de la vida eterna, de Dios, de Cristo, no obstante su formación religiosa cristiana posee los elementos básicos. Su formación escolar fue orientada desde muy temprano al lenguaje: Cicerón, Virgilio, Horacio, Ovidio, Catulo, etc. Su primer encuentro con la filosofía se da en el Hortensius de Cicerón, dicho tratado le abre nuevas perspectivas sobre todo con el argumento que la felicidad y la virtud son inseparables de la búsqueda de la verdad.

Sus primeros acercamientos a la Sagrada Escritura no son muy provechosos, encuentra de muy poca calidad lingüística y literaria los escritos bíblicos, sobre todo el Antiguo Testamento.

San Agustín se vuelve al maniqueísmo, le atrae su tesis típicamente gnóstica de que el conocimiento racional puede conducir a Dios sin mediación de autoridad alguna, en él encuentra las doctrinas de gran cantidad de maestros, entre ellos Jesús y por supuesto Manes. La postura adversa del maniqueísmo hacia el Antiguo Testamento se condice con su apreciación negativa hacia este. Perteneció al grupo de los auditores, es decir aquellos miembros que sólo tenían como obligación cumplir los diez mandamientos y esperar que en futuras reencarnaciones pudieran pertenecer al selecto grupo de los perfectos (elegidos). Es importantísimo el análisis de este período de su vida pues aun tras su conversión el dualismo metafísico y ético de los maniqueos ejerce su influencia. Lo que le hace desistir del maniqueísmo es la orientación materialista de este último, en el esquema maniqueo todo es corpóreo, incluso Dios y el alma, por otro lado las explicaciones astronómicas y astrológicas de esta secta son totalmente distintas de las explicaciones naturales y racionales, lo cual no le satisface.

Es por esto que Agustín los deja y prefiere optar por otra postura, ahora de corte filosófico: “Pensé entonces que aquellos filósofos a quienes se llama académicos serían los más sensatos de todos, pues defendían la tesis de que ha­bía que dudar de todo, y afirmaban que el hombre no es ca­paz de aprehender la verdad” (Conf. V, 10). San Agustín adhiere al escepticismo de la Academia, sin embargo, su escepticismo no es completo, nunca, por ejemplo, pone en duda la existencia de Dios, su escepticismo es más bien de orden epistemológico, frente a la disyuntivas que se le van presentando en su incansable búsqueda opta por la epoché (suspensión del juicio).

Del escepticismo pasa Agustín al neoplatonismo, en este cambio es de vital importancia la persona de Ambrosio, a partir de este encuentro comienza un proceso que le permitirá superar definitivamente el maniqueísmo y el escepticismo.

d.    “Contra Academicos”

El nombre Contra Academicos pertenece a un escrito suyo que está centrado fundamentalmente en la superación del escepticismo. Los escépticos para demostrar sus tesis aluden a la existencia de ilusiones sensoriales, Agustín contesta que la verdad o falsedad hay que buscarla no en los sentidos, sino en el espíritu, incluso si “nos engañan” los sentidos la percepción no puede ponerse en duda, aunque no existieran los objetos percibidos, ello no pondría en cuestión el hecho de que percibo.

“No he de quejarme de los sentidos, por­que es injusto pedir de éstos más de lo que pueden dar: sea lo que sea lo que ven los ojos, lo ven realmente. Entonces, ¿es verdad lo que ven en el caso del remo metido en el agua? Enteramente verdad. Porque, dada la cau­sa por la que aparece de esa manera (digamos, torcido), más bien deberla acusar a mis sentidos de engañarme si me lo presentaran recto cuando se introduce en el agua. Porque no lo verían como, dadas las circunstancias, deberían verlo... Pero, se podrá decir, me engaño si doy mi asentimiento. Entonces, no demos nuestro asentimiento más que al hecho de la apariencia, y no nos engañaremos. Porque no veo cómo el escéptico podría refutar al hombre que dice: sé que ese objeto me parece blanco, sé que ese sonido me agrada, sé que ese olor me gusta, sé que eso es suave a mi tacto, sé que siento frío al tocar eso”. (Contra Académicos, 3, 11,26)

Si es seguro que percibo, dudo o pienso es por tanto también seguro de que existo:

¿Quién duda que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y juzga?; puesto que, si duda vive; si duda, recuerda su duda; si duda, entiende que duda; si duda, quiere estar cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe; si duda, juzga que no conviene asentir temerariamente. Y aunque dude de todas las demás cosas, de éstas jamás debe dudar; porque, si no existiesen, sería imposible la duda. [Tratado de la Santísima Trinidad, l X, cap. 3 (en C. Fernández, Los filósofos medievales. Selección de textos, BAC, Madrid 1989, vol. 2, p. 422)].

e.    Verdad y conocimiento

Tanto para Agustín como para el platonismo la verdad debe ser inmutable, necesaria y eterna, el mundo inteligible posee prioridad sobre el mundo real, esta prioridad es de dos tipos, ontológica y gnoseológica. El vínculo con la materia supone mutabilidad, lo universal por tanto no puede apoyarse en la percepción sensible, el lugar para buscar la verdad se encuentra en el interior del ser humano.

El conocimiento sensible. Si algún objeto hiere nuestros sentidos, nuestros órganos sensoriales sufren una acción, pero como el alma es superior al cuerpo, y puesto que lo inferior no puede obrar sobre lo superior, ella misma no sufre ninguna acción; lo que ocurre es lo que sigue: gracias a la vigilancia del alma, las modificaciones de los sentidos no le pasan inadvertidas, pero es la propia actividad del alma la que saca de su propia sustancia una imagen semejante al objeto, esto se llama sensación. Las sensaciones son pues acciones del alma y no pasiones que sufre. Por otro lado las sensaciones dejan una impronta (vestigium) en la memoria, esto es una imagen en la memoria.

El conocimiento inteligible. Los objetos del conocimiento sensibles son característicos por su inestabilidad, por lo que ellos no pueden proporcionar conocimiento verdadero, para adquirir este tipo de conocimiento se debe superar la esfera de la experiencia y acceder al mundo inteligible, éste es el ámbito donde se encuentran las realidades universales, permanentes e ideales, las rationes aeternae. Existen reglas que está por encima de nuestro conocimiento sensible juzgándolo y relativizándolo, entre esas reglas encontramos los principios de no contradicción y las proposiciones matemática (como que 7 +  3 suman 10). Este tipo de verdades eternas e inmutables no proceden del hombre como de su origen, sino que tienen su origen en la ipsa veritas (la mismísima verdad), todas las verdades parciales tienen su origen en la verdad absoluta. Si bien este esquema es parecido al esquema platónico es indispensable presentar una profunda diferencia, la doctrina de la reminiscencia no puede ser la respuesta a la pregunta de cómo el hombre conoce las ideas, ésta implica una premisa no cristiana, la preexistencia de las almas; la tesis agustiniana dice que el hombre conoce las rationes aeternae por iluminación. Es la Verdad, Dios, quien “ilumina” sobre el hombre las verdades eternas.

f.     Dios y la prueba noológica de la existencia de Dios


Es conveniente empezar diciendo que la existencia de Dios no es para Agustín un problema en ninguna etapa de su existencia: “siempre he creído que tú existes y velas por nosotros, aun cuando ignoraba qué pueda pensarse sobre tu ser, y qué vía conduce y vuelve a ti” (Conf. VI). Agustín conoce argumentos como el de la contingencia, el de causalidad o el de finalidad, sin embargo su prueba más representativa es su prueba noológica.

El camino a seguir en esta prueba es su característico credo ut intelligas, es decir, conducir a la fe a grados más acabados de comprensión. San Agustín observa en la creación grados cualitativamente ascendentes de existencia: ser, vida y comprensión. Su pregunta apunta a si es posible un grado superior a la razón. Que la razón sea inferior a algo no basta para llamar a ese algo Dios, sino que debe demostrarse que no puede ser superado por nada, Agustín sólo abocará su investigación a buscar algo que sea superior a la razón, si esto no es Dios, lo que esté por sobre eso superior a la razón que se ha encontrado deberá ser llamado Dios. Agustín, no sólo quiere demostrar que existe algo, sino que este algo es inmutable y eterno. Una pregunta le ayuda a descubrir a ese algo superior a la razón : ¿Existe algo que sea común a todos los entes dotados de razón y que todos puedan ver con cierta patencia? Es posible demostrar que la razón conoce lo eterno e inmutable y que esto es distinto de los demás objetos del conocimiento, pues la razón misma es sin duda mutable: las leyes matemáticas son patentes para todos (7 + 3 = 10) y también lo es el principio de no contradicción; existen por tanto verdades que son trascendentes, eternas e inmutables, éstas verdades están en el alma, pero no pertenecen al alma, pues la razón misma es juzgada por ellas. ¿Existe algo que pueda contener a todo aquello que es inmutable, eterno y trascendente? La respuesta afirmativa da como resultado la Verdad, ella es eterna, inmutable, pero además absoluta. Agustín termina sus reflexiones con la conclusión de que si existe algo más excelso que la verdad ese algo es Dios, si no existe, la verdad es Dios. Su teoría de conocimiento (gnoseología) y su prueba noológica coinciden en lo fundamental.

Dios en tanto que verdad es la causa no sólo del ser sino también del conocer, según la prueba noológica, Dios supera al entendimiento humano y por lo mismo no puede ser aprehendido por éste. Agustín también recurre a la teología negativa, “Dios se conoce mejor mediante la ignorancia” (De Ordine, II, 16), no existe en el alma un conocimiento acabado de Dios “salvo que conoce como no lo conoce” (De Ordine, II,18), Agustín habla de una “docta ignorancia” (Enchiridion LXXX, 18), es decir, el conocimiento de la inefabilidad de Dios. Sin embargo, este insigne filósofo también habla de la esencia de Dios sirviéndose de afirmaciones positivas, no obstante también en ellas está implícita la negatividad, ya hemos dicho, por ejemplo que identifica a Dios con la Verdad, también dice que es la “suma essentia” (De verdadera religione XIV, 28), “el ser mismo” (De Moribus, 14,24), “el ser único, eterno e inmutable” (Soliloquia 1,1), “todo lo que es en Dios no es otra cosa que ser” ( In Psalm 101). Lo permanente e inmutable de la búsqueda platónica se trasluce en su reflexión sobre Dios, estos conceptos a pesar de no proceder de la Sagrada Escritura apoyan e interpretan la afirmación del Antiguo Testamento “ego sum qui sum” [“Yo soy el que soy”(Ex, 3,14)]. También Agustín hace otras afirmaciones, por ejemplo, Dios es el “summum bonus” (De verdadera religione V, 113), Dios es la bondad suprema, todo es bueno por él. Todas estas afirmaciones provienen de la reflexión filosófica del platonismo y no de la reflexión cristiana o judía, aunque esto no quiere decir que sean contrarias a ellas.

Pero para la reflexión cristiana Dios no es el “Uno” de Plotino, sino que es trino, una de las obras que trata este tema es De Trinitate, se sigue como guía para la reflexión el ya conocido esquema “credo ut intelligas” y como método el de la analogía. Agustín ve en la creación una estructura triádica, así por ejemplo el alma está compuesta de memoria, intelecto y voluntad, ellas no son tres vidas, sino una sola, ni tres substancias, sino una sola, a saber, el alma. Estas tres facultades no deben entenderse por el esquema de substancia y accidente, sino que es necesaria la categoría aristotélica de relación[1], eso sí despojada de su carácter de accidental. Así como entendimiento, memoria y voluntad no se pueden entender separadamente y constituyen una única substancia, analógicamente es posible entender las diferentes relaciones  de las  personas de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo).

e. Mundo como creación de Dios

            La “Creatio ex nihilo” (la creación de la nada) tiene un origen bíblico ajeno a Platón y a Plotino, Cielo y Tierra se han formado de un caos, pero este caos también procede de Dios. Lo creado tiene como única causa a Dios y su libertad, en lo creado se cuenta tanto lo espiritual como lo corporal (cf. De Civitate Dei V,9). Por tanto, queda descartada la idea de emanatio, nada proviene de la substancia divina. Esta doctrina tiene un claro origen creyente, sin embargo Agustín apoya esta  doctrina con argumentos filosóficos, en las cosas se puede descubrir su condición de criaturas, ellas son mutables, contingentes y de la substancia de lo necesario no puede venir lo contingente, por tanto la emanación es imposible, la mutabilidad de las cosas de este mundo es incompatible con la inmutabilidad de Dios, por otro lado, desde el punto de vista teológico la creación es obra del Verbo y este crea de la nada, las cosas se encuentran originariamente en la mente divina, en ella están los arquetipos eternos, las reglas permanentes , es decir todo lo universal; pero no sólo ello, también lo individual, sobre todo el individuo humano.

            Agustín afirma la positividad del mundo en contraste con el neoplatonismo, todo es obra de Dios y por tanto bueno, en un extremo de la creación está la criatura intelectual en el otro la materia informe, ésta última no se encuentra en el mundo en su condición pura, sino informada, pero ella se encuentra en el extremo más “distante” con respecto a la esencia divina, la materia es casi un no ser. El mundo sensible se constituye cuando la forma pura se mezcla con la materia, es por esto que lo sensible tiene una tendencia al no ser. Es preciso distinguir entre las criaturas que desde un comienzo son creadas con plenitud y aquellas que son creadas sólo como semillas (rationes seminales), estas últimas alcanzarán su pleno desarrollo sólo gradualmente. Entre las criaturas que reciben su plenitud desde el principio se encuentra el alma humana.

f.     Relación alma y cuerpo

En la doctrina agustiniana se denota una dualidad óntica entre alma y cuerpo, en un comienzo sólo fue creada el alma de Adán que se vincularía en un segundo momento al cuerpo. Una aporía que se distingue en su doctrina sobre el alma es la no definición entre sus teorías de creacionismo y de traducianismo, según la primera cada alma humana sería creada directamente por Dios, según la segunda el origen del alma estaría dado por generación paterna[2].

En un primer momento de su pensamiento Agustín concibe al hombre como una unidad de alma y cuerpo (De vida Beata, II, 7), el cuerpo formaría parte de la esencia humana, pero existe una salvedad, el cuerpo no tendría una significación constitutiva y del igual rango que el alma, no es la cárcel del alma, pero queda excluida de la semejanza con Dios (De Civ. Dei XIII, 24,2), el alma mediaría entre Dios y el cuerpo. Finalmente Agustín cae en un esquema totalmente dualista e identifica el alma con el ser humano “Así el hombre es un alma racional que utiliza una cuerpo mortal y terrenal” (De moribus Ecclaesiae 1,27).

Con respecto al alma se deben esclarecer tres puntos: su sustancialidad, su espiritualidad y su inmortalidad. Con respecto a la primera es posible distinguir la sustancialidad del alma a pesar de su constante cambiar en el hecho que el yo es distinto de sus actos y persevera en su identidad (Contra academicos); la segunda es posible descubrirla en su capacidad de descubrir objetos que no son cuerpos, por otro lado, en el conocimiento, en el recuerdo y en la volición el alma se sabe espíritu (De Trinitate X,9,12); por último el alma humana es inmortal porque busca lo inmortal, tiene la verdad como objetivo, pese a estar inserta en lo temporal participa y busca lo eterno. Finalmente es conveniente señalar que Agustín salvaguarda la individualidad del alma incluso en la plenitud de su existencia escatológica.

El hombre entre el tiempo y la eternidad.  El tiempo en Agustín constituye un problema casi sin solución: “si nadie me lo pregunta lo sé, pero tan pronto deba explicarlo a quien lo pregunta, lo ignoro” (Conf. XI, 14,17). Siguiendo a Plotino Agustín afirma que el tiempo es “signo y vestigio de la eternidad” (Genesis ad litteram imperfectum 13,38). Eternidad ni en Agustín ni en Plotino deben entenderse como un  tiempo prolongado al infinito, la eternidad es distinta al tiempo, es el tiempo el que es una participación de la eternidad. El tiempo forma parte de la creación del mundo y comenzó a existir junto con el mundo perceptible por lo que en rigor no se puede hablar de un antes de la creación.

No se puede atribuir existencia (fuera del alma humana) al pasado ni al futuro: el pasado ha dejado de ser, el futuro aun no existe y cuando exista será presente, sólo nos queda el presente que es una unidad indivisible y mínima de tiempo. El movimiento como medida de tiempo sólo es un concepto secundario de tiempo.

Los tres tiempos tienen su ámbito propio de existencia en el alma humana: el presente se da en forma de representación, el pasado como presencia que permanece en el recuerdo, y el futuro se da como presente de lo futuro en la espera. En cada conciencia están los tres tiempos: un presente de lo pasado (memoria), un presente de lo presente (attendere) y un presente de lo futuro (expectatio). Fuera del alma no hay solución a este difícil problema, sólo lo espiritual le puede dar duración a lo presente, en esta facultad del alma se pone de manifiesto su naturaleza no corpórea.

g.    Libertad y gracia

El ser humano se encuentra entre lo temporal y lo eterno y en ese ámbito donde se desenvuelve la ética, la disgregación en el tiempo de la existencia del hombre debe salvarse con la confluencia en Dios, es el amor quien debe guiar la purificación del hombre que con términos plotinianos se entiende como un regreso a la patria (De doctrina christiana I,4,4). De la misma manera que el hombre aspira a la verdad aspira a la felicidad, aspira a la “vita beata”. Esta búsqueda de la felicidad lleva al hombre a su  interior, el hombre aspira a lo eterno, no lo llena lo pasajero, pues está orientado a lo absoluto; por estas razones el hombre debe comportarse diferente de acuerdo a cada uno de los niveles de realidad, del orden del ser proviene el orden del proceder. Un principio rector de comportamiento es el Uti-frui en donde frui es disfrutar en el sentido de ocuparse de una cosa por amor a ella misma, en cambio uti es utilizar, en el sentido de utilizar o usar algo en virtud del propio provecho. Tan sólo las cosas inmutables y eternas están destinadas a disfrutarse, el resto sólo es utilizable, de lo disfrutable existe algo que lo es por excelencia, Dios, “Solo Deum fruendum est” (De Doctrina cristiana 1,20). La virtud sería entonces el comportamiento adecuado en cada caso.

Agustín se pregunta si el hombre posee la facultad de conducir su búsqueda amorosa por el camino recto, la respuesta está dada por el libre albedrío (De libero arbitrio), el desear sería una posibilidad humana, este desear es un don de Dios y por lo tanto bueno, pero se puede abusar de él (esto no sería obra de Dios), la voluntad que se desvía del bien eterno, puede volverse hacia el amor propio, se decide por el mal y peca, la voluntad es causa del mal. Pero ante esta concepción del libre albedrío existen algunas reservas ¿Por qué razón con tanta frecuencia el hombre opta por el amor propio? La respuesta es teológica, el pecado original, el hombre posee una propensión al mal, por lo que la buena voluntad y con ello la aceptación de la llamada de Dios es obra de este último, el hombre es incapaz de ello y está exclusivamente sujeto a la voluntad de Dios (De diversis quaestionibus ad Simplicianum 1,2; escrito el 396), esto porque el pecado de Adán hace culpable a todos lo hombres y los condena; por qué se salvan algunos hombres y otros no queda sin respuesta absoluta, la respuesta va por el lado de una predestinación selectiva. Pero ¿Se puede ir contra la elección de Dios? La gracia no elimina el libre albedrío, la libertad es libertad de hacer el bien.

h.    “Civitas Dei” y “Civitas terrena”

El análisis de la realidad humana lo amplia Agustín a la sociedad en su libro De civitate Dei, en él abarca temas como la escatología, una teoría del estado y la relación entre Iglesia – estado. En este escrito distingue entre una Civitas Dei (Ciudad de Dios) y una Civitas terrena (Ciudad terrena), en esta dualidad se daría la realidad, la dinámica de la historia, la diferenciación se daría por la diversidad de voluntades en el hombre, es decir por su buena o mala voluntad, lo que posibilita esto es en definitiva el libre albedrío. Ambas ciudades sobrepasan el ámbito humano, en el origen de ambas está la decisión irreversible de los ángeles.

“...es así como ambas ciudades son fundadas por dos tipos de amores, la terrena por el amor propio, que se exacerba hasta el desprecio de Dios; la divina por el amor a Dios, que se eleva hasta el desprecio de sí mismo” (De Civ. Dei XIV, 28).

La historia secular es la realización de la lucha y el enfrentamiento entre estas dos ciudades, éstas no son identificables con la Iglesia y el Estado, se encuentran “en este mundo entreveradas e imbricadas la una con la otra, hasta ser separadas en el juicio final” (De Civ. Dei I, 35), entre los enemigos de la Iglesia hay amigos predestinados y en la Iglesia existen falsos cristianos pertenecientes a la civitas terrena. El objetivo último de la civitas Dei es la paz en la vida eterna, el mismo objetivo perseguido por la Iglesia. En cuanto al estado este es una asociación de hombres agrupados tras una meta común de orden terrenal, como no existe ser humano que no aspire a la paz, incluso las guerras se hacen en orden a la paz, el derecho y la igualdad que constituyen un estado y la paz que conlleva constituye un bien y son capaces de combatir el egoísmo, el estado a pesar de tener cierta cercanía (no es identificable con ella) con la ciudad terrena cumple una función subsidiaria con respecto a la Iglesia, pues ella debe servirse de la paz que el estado le prodiga. Si bien la coacción estatal en materia de fe en un comienzo fue rechazada por Agustín luego aprecia esta posibilidad como una instancia neutra, lo importante no es obligar, sino que lo decisivo está en el a qué se obliga a alguien, la Iglesia poseedora de la verdad trascendente puede servirse del estado para imponer la fe: “compellite intrare” (Epistula XCIII, II,5).






[1] Aristóteles: las categorías
Cada una de las palabras o expresiones independientes o sin combinar con otras significan de suyo una de las siguiente cosas: el qué (la sustancia), la magnitud (cantidad), qué clase de cosas es (cualidad), con qué se relaciona (relación), dónde está (lugar), cuándo (tiempo), en qué actitud está (posición, hábito) cuáles son sus circunstancias (estado, hábito, condición), su actividad (acción), su pasividad (pasión). En breves líneas, son ejemplos de sustancia «hombre» y «caballo»; de cantidad «de dos codos de largo», «tres codos de longitud», y otras cosas análogas; de cualidad, «blanco», «gramatical». Los términos como «mitad», «doble», «mayor» denotan una relación. «En el mercado», «en el Liceo», y otras frases similares, significan lugar, mientras que el tiempo viene expresado por locuciones como «ayer», «el último año» y otras por el estilo. «Está echado» o «sentado» significa posición, y «está calzado», «está armado» significan estado o hábito. Finalmente «corta» o «quema» significan una acción, y «es cortado» o «se quema» significan una pasión. Categorías, cap. 4, 2 a, en Obras completas (Aguilar, Madrid 1973, p. 233). Textos de Diccionario Herder de filosofía
[2] Campomanes, Cesar Tejedor; Historia de la Filosofía en su marco cultural, SM, Madrid 1997, Pág. 116.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

INTRODUCCIÓN


El Mito de Prometeo

El camino mejor y más fácil para llegar a comprender la naturaleza y las tareas de la educación es, quizás, el mito de Prometeo, tal y como se expone en el Protágoras de Platón.

Hélo aquí, tal como en ese diálogo lo expone Protágoras mismo: cuando los dioses hubieron plasmado las estirpes animales, encargaron a Prometeo y a Epimeteo que distribuyen convenientemente entre ellas todas aquellas cualidades de que debían estar provistas parea sobrevivir. Epimeteo se encargó de la distribución. En el reparto dio a algunos la fuerza pero no la velocidad; a otros, los más débiles, reservó la velocidad para que, ante el peligro, pudieran salvarse con la fuga; concedió a unos armas naturales de ofensa o de defensa y, a los pequeños alas para huir o cuevas subterráneas y escondrijos donde guarecerse. A los grandes, a los vigorosos, en su propia corpulencia aseguró de defensa.

En una palabra, guardó un justo equilibrio en el reparto de facultades y dones de modo que ninguna raza se viese obligada a desparecer. Les distribuyó además espesas pelambreras y pieles muy gruesas, buena defensa contra el frío y el calor. Y procuró a cada especie animal un alimento distinto: las hierbas de la tierra o los frutos de los árboles, o las raíces, o bien, a algunos la carne de los otros. Sin embargo, a los carnívoros les dio posteridad limitada, mientras que a sus víctimas concedió prole abundante, de forma de garantizar la continuidad de su especie.

Ahora bien, Epimeteo, cuya sagacidad e inteligencia no eran perfectas, no cayó en la cuenta de que había gastado todas las facultades en los animales irracionales y de que género humano había quedado sin equipar. En este punto, llegó Prometeo a examinar la distribución hecha por Epimeteo y vio que, si bien todas las razas estaban convenientemente provistas para su conservación, el hombre estaba desnudo, descalzo y no tenía ni defensas contra la intemperie ni armas naturales. Fue entonces cuando Prometeo decidió robar a Hefestos y a Atenea el fuego y la habilidad mecánica, con el objeto, el hombre entró en posesión de cuanto era preciso para protegerse y defenderse, así como de los instrumentos y las armas aptos para procurarse el alimento, de que había quedado desprovisto con la incauta distribución de Epimeteo.

Gracias a la habilidad mecánica el hombre puede inventar los albergues, los vestidos, el calzado, así como los instrumentos y las armas para conseguir los alimentos. Además dispuso del arte de emitir sonidos y palabras articuladas, y fue además el único entre los animales capaz, en cuanto partícipe de una habilidad divina, de honrar a los dioses, y construir altares e imágenes de la divinidad. Pero así y todo, los hombres no tenían la vida asegurada porque vivía dispersos y no podían luchar ventajosamente contra las fieras. Fue entonces cuando trataron de reunirse y fundar ciudades que les sirviesen de abrigo; pero una vez reunidos, no poseyendo el arte político, es decir, de convivir, se ofendían unos a otros y pronto empezaron a dispersarse de nuevo y a perecer.

Entonces, Zeus tuvo que intervenir para salvar por segundo vez al género humano de la dispersión, y para ello envió a Hermes a fin de que trajese a los hombres el respecto recíproco y la justicia, con objeto de que fuesen principios ordenadores de las humanas comunidades y crearan entre los ciudadanos lazos de solidaridad y concordia. Y, a diferencia de las artes mecánicas, que en modo alguno fueron dadas todas a todos puesto que, por ejemplo, un solo médico basta para muchos que ignoran el arte de la medicina, Zeus dispuso que todos participaran del arte político, es decir, del respeto recíproco y de la justicia y que quienes se negaran a participar de ellos fueran expulsados de la comunidad humana o condenados a muerte.

El mito de Protágoras contiene algunas verdades importantes. Primera, que el género humano no puede sobrevivir sin el arte mecánico y sin el arte de la convivencia. Segunda, que estas artes, justamente por ser tales (es decir, artes y no instintos o impulsos naturales) deben ser aprendidas. Actualmente decimos que el hombre debe aprender las técnicas del uso de los objetos ya construidos y las técnicas de trabajo de los objetos por construir o producir, y que asimismo debe aprender a comportarse con los demás hombres de un modo que garantice la colaboración y la solidaridad, de acuerdo con lo que Platón denominaba “el respeto recíproco y la justicia”.

Por consiguiente, el hombre tiene una infancia mucho más larga (relativamente a la duración de la vida) y fatigosa que la de los otros animales. También éstos deben aprender el empleo de los órganos de que la naturaleza los ha dotado, y por tanto atraviesan todos, más o menos, un período de adiestramiento que corresponde a lo que es la educación en el hombre. Pero los animales entran rápidamente en posesión de las capacidades propias para conservarse porque dichas capacidades, como observaba justamente Protágoras, están inscritas en su estructura orgánica, en los dones distribuidos por Epimeteo.

Al hombre, por el contrario, el uso inmediato de sus órganos, por ejemplo, el aprender a ver, a moverse, a caminar, no le garantiza en modo alguno la vida: necesita los dones de Prometeo y Zeus, las técnicas mecánicas y morales que exigen un adiestramiento mucho más largo y penoso. Y es de señalar que la adquisición de tales técnicas requiere el lenguaje, porque sin él no sólo no podrían ser comunicadas de un hombre al otro, sino que no hubieran nacido ni se desarrollarían. En efecto, sólo el uso del lenguaje permite las abstracciones y generalizaciones indispensables para la formación de las técnicas mismas. Una palabra (o signo lingüístico) no designa una cosa en particular, esta cosa, sino un objeto genérico, que se define por su uso posible, por ejemplo, las palabras “hacha”, “flecha”, “arco”, no designan esta hacha, esta flecha, este arco, sino un hacha, una fecha y un arco cualesquiera (independientemente de su particular forma, tamaño, color, etc.), que se definen por el uso particular para el que sirven.

Cuando el niño aprende a hablar, no aprende a designar cada cosa con una palabra, como se cree comúnmente, sino que más bien aprende a identificar en las cosas, a través de las palabras, la posibilidad genérica de uso que las define. Por ejemplo, cuando la madre le dice “éste es un tenedor”, lo que le enseña no es tanto la palabra en sí misma cuanto la relación existente entre la palabra y toda una serie de objetos (todos los tenedores posibles, cualesquiera que sean su forma, tamaño, material, etc.), que se pueden definir por el uso común a que se destinan. Por lo tanto, Protágoras tenía razón de ligar el “arte mecánico”, o sea, las técnicas de uso y producción de los objetos, con el “arte de la palabra”, porque en verdad ninguno de los dos puede prescindir del otro.


1.1. GÉNERO HUMANO Y SOCIEDAD HUMANA

Hasta aquí hemos hablado como si el “género humano” constituyen una sola unidad, como si fuera un todo único y homogéneo. En realidad no es así. De la misma forma que en el mundo animal algunas especies se sostuvieron durante un cierto tiempo y luego se extinguieron, y mientras unas evolucionaron en una dirección otras lo hicieron en otra (por lo que Bergson parangonó la evolución de la vida como un “haz de tallos” de largura diferente, que apuntan en diferentes direcciones), de la misma manera en el mundo humano algunos grupos de hombres han evolucionado más, otros menos, algunos se han dispersado, otros han sobrevivido, algunos se han inmovilizado en formas primitivas de civilización, y otros se han orientado hacia formas de civilización en desarrollo continuo.

También en el mundo humano, tal como se nos presenta hoy, y prescindiendo de su historia o evolución pasadas, hacemos una primera y burda distinción entre “sociedades primitivas” y “sociedades civilizadas”. Dentro de un instante volveremos a ocuparnos de esta definición; pero por el momento nos interesa subrayar que las llamadas “sociedades primitivas comprenden grupos humanos diversos y desemejantes que tienen usos, costumbres y creencias diversas; y lo mismo sucede con las llamadas “sociedades civilizadas” entre las cuales advertimos profundas distinciones en los modos de vivir y las creencias (piénsese por ejemplo en la diferencia que hay entre los mundos cristiano, musulmán, hindú, chino, etc.).

Podemos expresar este hecho diciendo que cada grupo humano (primitivo o civilizado9 tiene cultura propia que le ha permitido sobrevivir. Por consiguiente, por “cultura” entenderemos el conjunto de técnicas, de uso, de producción y de comportamiento, mediante las cuales un grupo de hombres puede satisfacer sus necesidades, protegerse contra la hostilidad del ambiente físico y biológico y trabajar y convivir en una forma más o menos ordenada y pacífica. Se puede decir, asimismo, que una cultura es el conjunto, más o menos organizado y coherente, de los modos de vida de un grupo humano; entendiendo por “modos de vida” lo ya dicho, es decir, las técnicas de uso, de producción y comportamiento. Las reglas que definen estas técnicas constituyen lo que se denomina comúnmente usos, costumbres, creencias, ritos, ceremonias, etc.

Incluso una costumbre en apariencia insignificante y banal como lo es un modo de saludar, es una regla de conducta destinada a subrayar la actitud amistosa (o no hostil) de un hombre hacia otro. Las creencias, los ritos o las ceremonias mágicas de muchos pueblos primitivos se consideran como reglas técnicas propias para conseguir ciertos resultados, por ejemplo, la lluvia o la cesación de un azote, de una epidemia, de la guerra, etc. En resumen, una cultura es el conjunto de las facultades y habilidades no puramente instintivas de que dispone un grupo de hombres para mantenerse vivo singular y colectivamente (es decir, como grupo).

1.2. CULTURA Y EDUCACIÓN

El carácter más general y fundamental de una cultura es que debe ser aprendida, o sea, transmitida en alguna forma. Como sin su cultura un grupo humano no puede sobrevivir (a menos que asuma una cultura diversa, más o igualmente eficaz, caso en el que mutará concomitamente su naturaleza toda) es en interés del grupo que dicha cultura no se disperse ni se olvide, sino que transmita de las generaciones adultas a las más jóvenes a fin de que éstas se vuelvan igualmente hábiles para manejar los instrumentos culturales y hagan así posible que continúe la vida del grupo. Esta transmisión es la educación.

Verdad es que las sociedades primitivas carecen de “escuelas” en el sentido que nosotros damos a esta palabra. Pero, sin embargo, en ellas niños y jóvenes se ven igualmente sometidos a un largo periodo de aprendizaje en compañía del padre, la madre u otros adultos calificados para ello. Pasado ese periodo, y a través de unas serie de pruebas que debe superar (como los “exámenes” de nuestras escuelas) y de una solemne ceremonia de iniciación, el joven es admitido entre los adultos y los responsables de la vida común.

La educación es pues un fenómeno que puede asumir las formas y las modalidades más diversas, según sean diversos grupos humanos y su correspondiente grado de desarrollo; pero en esencia es siempre la misma cosa, esto es, la transmisión de la cultura del grupo de una generación a la otra, merced a lo cual las nuevas generaciones adquieren la habilidad necesaria para manejar las técnicas que condicionan la supervivencia del grupo. Desde este punto de vista, la educación se llama educación cultural en cuanto es precisamente trasmisión de la cultura del grupo, o bien educación institucional, en cuanto tiene como fin llevar las nuevas generaciones al nivel de las constituciones, o sea, de los modos de vida o las técnicas propias del grupo.

No se insistirá nunca demasiado en la importancia que tiene la educación así entendida, no sólo por lo que se refiere a la vida o la supervivencia de cualquier grupo humano, sino también en lo que toca a la formación y el desarrollo de la persona humana individualmente considerada. Varios hechos parecen indicar que, alejado del consorcio humano, un individuo pierde o deja de adquirir o adquiere sólo mínimamente los caracteres “humanos”.

Nos referimos brevemente al caso de los llamados “niños salvajes”, o sea los niños abandonados o perdidos en la primera infancia y privados de contactos humanos, que sobrevivieron como miembros de grupos animales (lobos o simios superiores) y fueron encontrados más tarde y restituidos a un mundo humano.

En todos estos casos, en el momento de ser restituidos a la sociedad humana los individuos carecen de todo carácter humano. No hablan y no tienen la capacidad de hablar; su desarrollo mental se halla detenido en un nivel que supera en poco la imbecilidad. Sus reacciones son en gran parte automáticas: no parecen tener conciencia de sí y se muestran indiferentes a la compañía humana. En algunos casos no tienen ni siquiera la posición erecta y la aprenden con dificultad. No sonríen ni ríen, sino que emiten sonidos análogos a los de aquellos animales con los cuales han vivido.

Además, en todos estos casos, su educación o re-educación ha sido imposible o posible únicamente en un grado mínimo, no más allá del que puede alcanzar un idiota. Estos hechos demuestran la importancia que, en la formación de una persona humana normal, tiene el conjunto de las influencias educativas debidas a los contactos humanos, a través de los cuales, incluso en las sociedades más primitivas y rudas, el niño aprende las indispensables técnicas (empezando por el lenguaje) que definen su condición humana.

1.3. CULTURAS ESTÁTICAS Y DINÁMICAS

Dado que sin su “cultura” un grupo no se puede conservar ni los individuos que a él pertenecen pueden alcanzar una condición que pudiera calificarse de “humana”, no es de maravillar que todos los grupos humanos traten de reforzar en sus miembros la conciencia de la importancia, el valor y la indispensabilidad de las técnicas culturales, y el modo más sencillo para reforzar tal conciencia consiste en atribuir o reconocer a las precitadas técnicas un carácter sacro, por el cual la ignorancia, la violación o el menoscabo de ellas adquiere la calidad de acciones perversas o impías, o sea, tales como para incurrir en castigos humanos o divinos.

En efecto, en las sociedades primitivas, no sólo las técnicas de comportamiento (las costumbres, las reglas morales y religiosas, etc.), son protegidas mediante las mencionadas penas, sino que también lo son, con frecuencia, las técnicas de uso y producción de los objetos, ya sea porqué estas son igualmente indispensables para la vida del grupo, o porque, en ausencia de la escritura, su trasmisión es más difícil y corre el peligro de perderse, de tal modo que se experimenta la necesidad de estabilizarlas mediante sanciones oportunas. Los ritos y las ceremonias que acompaña o puntúan ciertas actividades del grupo (por ejemplo, el principio de la caza o de la cosecha de un producto cualquiera) sirven precisamente para hacer que esas actividades se desenvuelvan de acuerdo con la técnicas tradicionales, de tal modo que éstas no se pierdan ni modifiquen.

De aquí que mientas más difícil le resulte a un grupo humano conservar y trasmitir su patrimonio cultural, tanto más tenderá a reconocer el carácter sacro de cada parte o elemento de dicho patrimonio. Ésta es la situación propia de las llamadas sociedades primitivas o primarias: es decir, que precisamente por ello tienen un carácter estático, y tiendan a conservar su cultura sin mutaciones o con las menores mutaciones posibles. En tales sociedades se ignora o se condena la búsqueda de nuevos medios o instrumentos, de nuevas formas de vida; el individuo que pertenece a ellas tiende a evitar toda novedad o a referirla a lo que se conoce tradicionalmente.

Por contraste con las sociedades primarias, las llamadas sociedades civilizadas o secundarias son aquellas cuya cultura está abierta a las innovaciones y posee instrumentos aptos para hacerles frente, comprenderlas y utilizarlas. Estos instrumentos son forjados por el saber en todas sus formas, y, para ser más precisos, por el saber racional, el cual, desde este punto de vista, se puede definir como la posibilidad de renovar y corregir las técnicas culturales.

Por lo tanto, las sociedades primitivas no son, como suele creerse, las más jóvenes; por el contrario, son, desde el punto de vista cronológico, muy viejas y, con frecuencia, mucho más vetustas que las sociedades superiores más antiguas. Se caracterizan más bien por no haber encontrado otro modo de supervivencia si no el de inmovilizar las técnicas de vida de que han llegado a posesionarse. Frente a estas sociedades, las secundarias, que sobrevienen mediante la innovación y la rectificación de sus técnicas son, puede decirse, más jóvenes precisamente por el hecho de que se renuevan.

1.4. FILOSOFÍA, PEDAGOGÍA, CIENCIA

Las consideraciones anteriores eran necesarias para mostrar la amplitud e importancia del fenómeno educativo en el mundo humano. Ahora, limitando nuestro discurso a las llamadas sociedades civilizadas, o sea, a aquellas en las cuales los elementos culturales están, en alguna medida, abiertos a las innovaciones y rectificaciones, diremos que tales sociedades se enfrentan a un doble problema. El primero es el de conservar y trasmitir, en la forma más eficaz posible, los elementos culturales reconocidos como válidos e indispensables para la vida de la sociedad misma. El segundo es el renovarlos y corregirlos continuamente de manera de volverlos propios para hacer frente a nuevas situaciones naturales o humanas.

Desde la Antigüedad clásica estas dos tareas, conservar y renovar la cultura, fueron abordadas en forma racional y consiente por la filosofía. La filosofía, en cuanto reflexión sistemática sobre los problemas de la cultura humana, tuvo sus orígenes en aquella civilización griega que ha legado gran parte de sus rasgos más característicos a nuestro mundo occidental, desde las formas democráticas de conveniencia civil hasta el gusto por la investigación desinteresada y sin prejuicios de los fenómenos naturales. En griego “filosofía” significa “amor por el saber”, y ya la etimología sugiere no solamente la idea de una preocupación por conservar el saber constituido, sino también, y sobre todo, de un esfuerzo intencional por renovarlo y ampliarlo.

La “generalidad” de la filosofía tiene un carácter lógico, en cuanto es una investigación enderezada hacia cualquier objeto, es decir, a cualquier orden de hechos, de actividades, etc., pero también, al mismo tiempo, tiene un carácter social, en cuanto es una investigación que puede ser emprendida y realizada por cualquier hombre, dado que todo hombre es un “animal racional”; por consiguiente, no es el patrimonio d una casta o categoría privilegiada de personas, como sucede cuando el saber asume una forma religiosa o mística (por ejemplo, en las sociedades orientales).

En sus principios, la filosofía tendía a identificarse con todo el saber, o mejor dicho, con todos los conocimientos que tuvieran carácter racional y sistemático (es decir, excluía únicamente las técnicas de artesanía); pero sucesivamente se desprendieron de ella varias ciencias particulares (matemática, física, química, biología, psicología; etc.), que se volvieron autónomas.

No obstante, ha sido y es competencia de la filosofía la tarea de enfrentarse al doble problema de que hemos hablado: es decir, por una parte, conservar y defender los elementos culturales considerados como válidos; por la otra, combatir y eliminar los elementos culturales que se hayan convertido en un lastre y promover nuevos desarrollos de la cultura. Esto lo puede hacer no ocupando el lugar de esta o aquella ciencia ya constituida, sino –en ocasiones- ayudando a que constituyan ciencias nuevas y, en general, esforzándose siempre por mantener vivo un clima de libertad intelectual, de discusión sin prejuicios y de apertura hacia lo nuevo y lo imprevisto.

Cuando al realizar esta doble tarea de conservación y progreso la filosofía se preocupa más específicamente de los modos como las nuevas generaciones deben ponerse en contacto con el patrimonio pasado sin quedar esclavizadas por éste, o sea, cuando se preocupa en forma precisa y deliberada del fenómeno educativo tal como lo hemos planteado, asume la veste y la denominación de filosofía de la educación o pedagogía.

Por tanto, existe entre la filosofía y la pedagogía una conexión estrechísima, y a primera vista parecerá como que la diferencia que pudiera existir entre ellas es sólo cuestión de acento. Toda filosofía vital es siempre, necesaria e íntimamente, una filosofía de la educación, porque contempla un cierto ideal de formación humana, aunque no lo considera definitivo ni perfecto.

Pero el término “pedagogía”, que literalmente significa “guía del niño”, puede tener un significado más extenso y abarcar, a más de la filosofía de la educación, algunas ciencias o sectores de algunas ciencias, indispensables para su control del proceso educativo. ¿Cuáles son esas ciencias? En primer lugar, la psicología, sobre todo aquellas partes de éstas que se refieren al desarrollo mental, a la formación del carácter y a los modos de aprendizaje. A últimas fechas, la sociología ha demostrado ser una indispensable ciencia auxiliar para plantear y resolver debidamente los problemas de la educación. Junto a la psicología y la sociología, se ha venido desarrollando una técnica o conjunto de técnicas que emergen de la práctica educativa misma: la didáctica. Incluso la técnica de los exámenes y, en general, de la puesta a prueba de los adelantos escolásticos ha asumido recientemente el carácter de una ciencia autónoma que algunos denominan docimología.

Sin embargo, no parece que sea ni correcto ni útil considerar a la pedagogía como inclusora, además de la filosofía de la educación, de todas estas ciencias o técnicas; pero es indudable que la pedagogía debe tener en cuenta, concretamente, las relaciones que guarda con ella, circunstancia que la reviste de caracteres propios frente a la filosofía general. Se dice con frecuencia que dichas relaciones son análogas a las que existen entre el fin y los medios: la pedagogía, en cuanto filosofía de la educación, formula los fines de la educación, las metas que deben alcanzarse, mientras que la psicología, la sociología, la didáctica, etc., se limitan a proporcionarnos los medios propios para la consecución de esos fines, a indicarnos los caminos que debemos recorrer para alcanzar esas metas.

A decir verdad se trata de una distinción que rige hasta cierto punto: fijarse metas en abstracto, sin tomar en cuenta los medios de que se dispone para alcanzarlas, sería una actividad de dudosa eficacia y, por su parte, las ciencias pedagógicas no podrían ser útiles si ignorasen la finalidad, los “ideales” educativos a que deben contribuir. Sin embargo, precisamente a la pedagogía compete la tarea de coordinar las contribuciones de las diversas ciencias auxiliares y técnicas didácticas, y de impedir que se caiga en recetas fijas, de evitar que se cristalicen los métodos y los valores, y en resumen, de llevar a cabo aquella misión de apertura hacia lo nuevo y lo diverso que tiene en común con la filosofía, o para decirlo mejor, que tiene en la medida en que es filosofía.

En este sentido, los problemas de la pedagogía son aún hoy sustancialmente los mismos que se ofrecieron a la reflexión consiente mucho antes que las disciplinas y técnica precitadas se constituyeran y consiguieran una cierta autonomía. Ésta es la razón por la que se estudie la historia de la filosofía y la pedagogía: no se trata de una pura curiosidad arqueológica sino de una necesaria iluminación de los problemas actuales mediante el estudio de sus orígenes y de las soluciones ensayadas en el curso de los siglos.

1.5. EDUCACIÓN: ETIMOLOGÍA Y DEFINICIÓN

La palabra “educación”, como todos sabemos, tiene en su raíz el vocablo latino “ducere”, que significa “conducir”, “llevar adelante”. “Educere” quiere decir, exactamente, “sacar fuera”1. “Educación”, “educir”, significaría algo así como ayudar a que alguien saque algo que tiene dentro de sí, enseñarle, acompañar su proceso, poner las condiciones para que logre hacerlo. No significa hacerlo por el otro, sino guiar el proceso que culmina en el desarrollo, por parte de la otra persona, de sus potencialidades.

El concepto así entendido está íntimamente relacionado con la teoría del acto y la potencia. El educando logra poner en acto lo que tenía en potencia. Estará más perfectamente educado cuanto más desarrolle sus potencialidades. También está vinculado con la “mayéutica socrática”, esa idea de ayudar al discípulo a “dar a luz” el conocimiento. La educación hace referencia al estar un paso adelante y tender una mano al otro para que, a su vez, también avance. Esa mano tendida no son sólo los  conocimientos, sino también la transmisión de experiencias, de fortaleza, de ejemplos.

¿Quiénes educan?

La educación es un proceso que no tiene por qué darse únicamente en la escuela. Se dice que también “la vida educa”, la familia, las amistades. Es un proceso íntimamente vinculado a la comunicación, ya que la educación se potencia en cuanto se establece un vínculo comunicacional con alguien: con un maestro, con un familiar, con una realidad. La educación concreta se da al contacto con realidades que trascienden la del propio individuo que es educado.
Sin embargo, en la imaginación popular, pareciera que poco a poco se va colocando la misión de educar sólo en las escuelas y en los establecimientos formales
Es éste un primer reduccionismo, que tiende a desligar responsabilidades y que es fuente de gran cantidad de errores y perjuicios. Al ignorarse la función de los demás miembros de la sociedad en la educación de las personas, se genera una fragmentación en la que la escuela se queda con la totalidad de la educación formal, en tanto que la familia se encarga de la contención de los hijos; los medios de comunicación se ocupan de divertir, distender e informar; las amistades de acompañar y compartir; y así con los demás miembros de la sociedad.

Vemos en esta simplificación que a la escuela le es asignada en soledad la parte que requiere más “esfuerzo”, la que parece una “carga” y la que tiene menos “incentivos” para los jóvenes. Al mismo tiempo debilita la posición de la familia, que es por  excelencia el lugar en que se educa; bastardea el sentido de la verdadera amistad y deja el camino abierto para que los medios de comunicación se descomprometan impunemente con la educación.